Por Javier Farto Graña
(Original para Revista "Calle Ficción", de Edgar Borges. Ahora autorizado por su autor para NOTICIAS DE ARTE Y CULTURA)
En
la atmósfera pesaba el óleo y aún la acuarela, olor que se deslizaba entre
botes abiertos, caballetes y lienzos hasta los escasos libros de la biblioteca
artística, en la misma sala, formada únicamente por un par de huérfanos anaqueles,
castigados con la obligación de mirarse y saberse desgraciadamente únicos, no
por originalidad, sino a causa de la excesiva aplicación presupuestaria de un
funcionario, emboscado entre las sombras y
la contabilidad. Los pintores trabajaban en silencio, con sus cabezas
abigarradas de conceptos y perspectivas; se oía el delicado soniquete de mojar
sus pinceles e impactar en las telas, las respiraciones sucesivas de tantas
cabezas, el leve crujido, como de hojarasca otoñal, al pasar las hojas de los libros,
atestadas de modelos y teorías. Se escucharon pasos, el chocar de un par de suelas contra la escalera exterior,
como un rascar de uñas en una mesa de madera. En un instante se realizó el
cambio, los oídos se azuzaron, las mentes de todos los pintores dejaron su
individualismo, su obsesivo maquinar, y se dedicaron a ponerle cara y ojos a
los pasos que se acercaban. Realmente comparaban esos pasos individuales y
únicos en el tiempo (y que no todos percibían exactamente igual) con un modelo
mental, ideal, de los mismos, grabado con admiración y temor (y que tampoco era
idéntico en todos ellos). Volaba por la sala una cierta obsesión en esa
identificación, semejante a la que todos manifestaban en el anhelo pictórico.
Pero los pasos se fueron. No, no era él.
La
mente de Ryszard Ferlosio dibujó un alivio, si es que un término tan físico,
tan intestinal, puede ir adherido al elogio o al desprecio emitidos por el
profesor Cuevas, figura de bigote daliniano, cuya genialidad y perspicacia en
su antiguo pasado como pintor tapaban el aspecto puramente cómico de su
mostacho, y lo convertían únicamente en una excentricidad; la bohemia de un
antiguo genio de los pinceles, cuya excelencia era también reconocida en su
actual labor inquisitorial como censor. Antes del dictamen de Cuevas, no
faltarían el enrollarse en el índice derecho el mismo extremo del bigote, su
ruidosa cavilación que parecía mascarse, elementos que formaban ambos parte de
la liturgia preparatoria de un acto fundamental y que, además, era plenamente
narcisista de su capital importancia, de las miradas furtivas y temblorosas que
emitían los observados, esperando un ansiado “magnífico manejo expresionista
del color, llegará usted lejos” o “¡qué proporciones áureas, es usted un
verdadero geómetra!”, temiendo, por el contrario, aquellas otras palabras que
Cuevas manejaba como martillos, que él hacía expandirse y tragar a quien
pretendía engañarlo, miserablemente descubierto cuando le decía “es usted un
reaccionario” o “¿a quien pretende confundir? eso no es más que pintura
figurativa, sólo que un poco deformada y colorista”. Pero no, en aquel día no habría movimientos
de bigote, ni el martillear impaciente con los zapatos en la tarima de castaño,
ni el escudriñar de la mirada de Cuevas que se va posando en cada cuadro hasta
señalar (y resaltar) el pecaminoso trazo figurativo entre la pintura y que,
cuando esa acusación deja el presente (y
recién comienza el inevitable camino hacia el pasado y, por tanto, a la idealización)
pasa a ser lo causal de que la mirada se torne condescendiente y surja en la
mente de todos, largamente gestada y sugerida, la idea de que tienen muchas expectativas y poco
talento, que fácilmente se dejan arrastrar al camino fácil de lo figurativo. Y
lo fácil, por religiosa definición, nunca está libre de culpa. No, Cuevas no
vendría hoy.
Ryszard Ferlosio hojeaba un modelo en un
libro, observación que intercalaba con frecuentes vistazos a su lienzo en
blanco. No había miedo al bloqueo, concepto creado para explicar las dificultades
artísticas a las masas, dificultades que no consisten tanto en el qué, sino en
el cómo; el lienzo en blanco no refleja una inexistente falta de ideas, sino la
duda de elegir una ante las numerosas opciones. El boceto mental de Ferlosio
era claro y definido, más palpable para él que los puros objetos. Figuras
humanas tendrían que aparecer en el lienzo, se necesitaba la fuerza de lo escatológico, el recurrir a
elementos prístinos, originarios, ya rayanos a los límites, que desembocasen en
el arte degenerado, denominada por Cuevas no-arte. El no-arte estaría
claramente recluido en una zona del cuadro, y cumpliría su función de impactar
al observador, una función claramente despojada de todo ropaje artístico,
únicamente armada con el didactismo y la
propaganda. Quedaría fuera de toda duda que la figuración estuviese tratando de
pasar desapercibida; sería altamente intencional, no un mero ripio en un
cuadro, un puro relleno camuflado para disimular las carencias artísticas. Todo
ello claramente visible, abajo, a la izquierda.
Los otros objetos, en un vano intento de
compensación, serían más puros que nunca: geometrías, colores y formas
musicales u oníricas. Planeaba, en esa inflamación de nuestras capacidades que
precede a la realización de una obra que consideramos genial, revisar y anular
cualquier posible semejanza con objetos
conocidos. El ideal, que en su definición lleva lo inalcanzable, era limpiar
todo el resto del cuadro de cualquier contenido, incluido el simbólico, el
interpretativo y hasta el
reinterpretativo. Imaginaba, como consecuencia, siempre imposible,
de la perfecta realización de su
pintura, que las gentes se agolpaban para su contemplación. A la derecha, los
doctos discutiendo de formas y tendencias en su propia obra, viendo conexiones
con otras obras del autor, en las que ni siquiera él había pensado, lo cual
sería la muestra de su genio y de su merecimiento a ser incluido en una
Historia del Arte, así, con mayúsculas. A la izquierda, los no doctos, los que
hablarían de contenido y, por tanto, serían desconocedores del verdadero arte,
arrinconados en el cuadro y en la sala de exposiciones, con el castigo (y su
penitencia y conversión al lado: la propia charla de los doctos) de ver y no
captar el conocimiento verdadero y puro de lo sensible, de la forma, que es lo
único realmente existente, mientras ellos, pobres, no podrían tener otro tema
de conversación distinto a la interminable adivinación de las diferentes
posibilidades representativas de esas figuras humanas (¿serían bíblicas?,
¿representarían la decadencia del hombre?, ¿de la civilización occidental?) y,
poco a poco, llegarían a la conclusión de que esos humanos representados serían
ellos, los excluidos.
Ferlosio
sintió un escalofrío y emitió un ligero suspiro. Quizá fue en un momento,
mientras sujetaba su lienzo de geometrías puras, o quizá se desarrolló a lo
largo de un intervalo temporal, desde la simiente del concepto, totalmente
separado del sentir, hasta crecer, adherirse a un cierto deseo, y convertirse
en determinación, consciente de que ésta une, inevitablemente, el fracaso a la
desdicha. Nunca había pintado una figura humana y dudó acerca de si sentía
vergüenza, ya no del anhelo de pintar figuras, sino de su completo
desconocimiento anatómico: ni idea de por dónde comenzar. Al rato, creyó,
siendo consciente de que las creencias siempre dependen de tu circunstancia,
que no tenía vergüenza de ninguno de los dos tipos y se asombró de la falta
respecto al primer caso, de que el odio hacia lo figurativo no fuese tal, sino
sólo un rechazo no consciente, una obligación de su tiempo al que se le había
dado por rechazar las figuras en la pintura como si, realmente, no formasen
parte de las opciones pictóricas; figuras enviadas ya a un pasado del que
sentirse orgulloso, pero no del que poder servirse. El convertir las figuras en un medio, no en
un fin de la pintura, las despojaba de lo terrible, como un salteador de
caminos que, un buen día, en el asalto a una víctima, descubre, cegado por una
farola, que la civilización ha llegado también hasta allí y él ya sólo puede
ser una figura cómica, el salteador que ya no asalta. Así, sin ese temor, se
acercó a un compañero y le contó lo que necesitaba. Éste lo miró con cierta
condescendencia, no con la acusación implícita de su falta, la acusación de
ser inferior, sino con el convencimiento
de la dificultad de la empresa, el orgullo de que todos los demás caerían, no
por inferiores sino por humanos, y de que, cuando quedase uno, sólo uno limpio,
sería él. Con gestos y explicaciones
raudas y precisas, le señaló donde tenía que ir; luego, como si no tuviese
memoria a corto plazo, volvió a sus lienzos y experimentos con los colores, de
los que parecía no haber salido.
La
vergüenza, que estaba seguro ya de haber superado, le vino después de llamar al
timbre; cuando comenzó a sentirla, llamó otras dos veces, sin intermedio, y
ocultó la cara contra su hombro mientras el sonido de la improvisada (y breve)
carrera de un pintor maduro le anticipaba la entrada. En la sala flotaba un
fuerte olor a incienso, que parecía brotar de los mismos trajes de los
pintores, vestidos de fiesta mientras sus pinceles trazaban falanges y
deltoides; todo lo que pintaban era humano o muy relacionado con ello.
Al
fondo, una cola desordenada de hombres y mujeres serpenteaba delante de una
mesa. De primero, un hombre de pelo
entrecano y corbata roja de banco recorría con los ojos a la virgen del centro
de un cuadro, entre claroscuros, que miraba
fuera del mismo, en un perfecto trampantojo, como si tuviese una
epifanía con algo externo, algo más allá de su pequeña habitación difuminada en
segundo plano y que ese algo fuese él, el hombre de corbata roja. Al banquero
lo abordó la idea de ser querido, admirado, de abandonar la colectividad de su
gremio, esa generalización que quizá es sólo estadística y no un ente real pero
que, independientemente del tipo de su existencia, los emparenta con la usura y
el rechazo. Y al ser querido por aquel cuadro se sentía individual, fuera de
las clasificaciones. El banquero sacó de su cartera un pasaporte y una tarjeta
de crédito y los colocó con suavidad encima de la mesa; el viejo pintor,
encargado del cobro y todavía fatigado después de la carrera, miró
alternativamente la cara del banquero y la del pasaporte, buscando los patrones que las generalizaban en una.
Luego tomó la tarjeta y la pasó por el lector, con un movimiento rápido. Al
rato, el banquero abandonó la cola con el cuadro de la virgen envuelto
cuidadosamente bajo su brazo; nadie se fijó en como sacó primero el cuadro por
la puerta, con un cuidado casi amoroso de no rozar el marco y, después,
desapareció tras él. Sus pasos, que tocaban en la escalera de madera con una
delicadeza casi pianística, se fueron empequeñeciendo en el tiempo, mientras el
siguiente de la cola mascullaba su elección y Ferlosio seguía imaginando como
podría aprender a pintar falanges y deltoides.
Gentileza de Javier Farto Graña , La Coruña, España
Nota del editor: Un texto anexo y provocado por la lectura de la critica de Arte Averlina en su Conferencia Magistral “Arte Contemporáneo: El dogma incuestionable” en la ENAP, Escuela Nacional de Artes Plásticas. La grabación y edición del vídeo, así como el dibujo del inicio, son de la autoría de Aldo Hinojosa, AQUÍ SU SITIO.
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